Libro sub terra por Baldomero Lillo

El pozo II


Remigio se puso pálido como un muerto crispáronse sus músculos y sus dientes rechinaron de furor. Había reconocido la voz de Valentín y en un acceso de cólera salvaje se revolvió como un tigre dentro del pozo, golpeando con los puños las húmedas paredes y dirigiendo hacia arriba miradas enloquecidas por la rabia y la desesperación.

De improviso sintió que desgarraba sus carnes la hoja de un agudísimo puñal. Un grito ligero, rápido como el aleteo de un pájaro había cruzado encima de él. Toda la sangre se le agolpó al corazón, empañáronse sus ojos y un roja llamarada lo deslumbró...

Y mientras por la atmósfera cálida y sofocante resbalaba la acariciadora y rítmica sinfonía de los ósculos fogosos e interminables, Remigio, dentro del hoyo sufría las torturas del infierno. Sus uñas se clavaban en su pecho hasta hacer brotar la sangre y el pedazo de cielo azul que percibía desde abajo le recordaba la visión de unos ojos claros, límpidos y profundos cuyas pupilas húmedas por las divinas embriagueces reflejarían en ese instante la imagen de otros ojos que no era la sombría y tenebrosa de los suyos.

Por fin los goznes de la puertecilla rechinaron y un cuchicheo rápido al que siguió el chasquido de un beso hirió los oídos del prisionero, quien un instante después sintió los pasos de alguien que se detenía al borde de la cavidad. Una sombra se proyectó en el muro y una voz burlona profirió desde arriba una frase irónica y sangrienta que era una injuria mortal.

Un rugido se escapó del pecho de Remigio, palideció densamente y sus ojos fulgurantes midieron la distancia que lo separaba de su ofensor quien soltando una risotada desató la cuerda y la dejó deslizarse por la polea. El primer impulso del preso fue precipitarse fuera en persecución de su enemigo, pero un súbito desfallecimiento se lo impidió. Repuesto un tanto iba a emprender el ascenso cuando una ligera trepidación del suelo producida por un caballo que, perseguido por un perro, pasaba al galope cerca de la abertura, hizo desprenderse algunos trozos de las paredes y la arena subió hasta cerca de sus rodillas, sepultando el balde de hierro. El temor de perecer enterrado vivo sin que pudiera saciar su rabiosa sed de venganza, le dio fuerza y ágil como un acróbata se remontó por la cuerda tirante y se encontró fuera de la excavación.

Una vez libre, se quedó un instante indeciso acerca del rumbo que debía seguir. En derredor de él la llanura se extendía monótona y desierta bajo el cielo de un azul pálido que el sol teñía de oro en su fuga hacia el horizonte. El ambiente era de fuego y la arena abrasaba como el rescoldo de una hornada

inmensa. A un centenar de pasos se alzaban las blancas habitaciones de los obreros rodeadas de pequeños huertos protegidos por palizadas de ramas secas.

¡Qué suma de trabajo y de paciencia representaba cada uno de aquellos cercados! La tierra, acarreada desde una gran distancia, era extendida en ligeras capas sobre aquel suelo infecundo cual una materia preciosa cuya conservación ocasionaba a veces disputas y riñas sangrientas. Remigio, preso de una tristeza infinita, paseó una mirada por el paisaje y lo encontró tétrico y sombrío.

El caballo cuyo paso cerca del pozo había estado a punto de producir un hundimiento galopaba aun, allá lejos, levantando nubes de polvo bajo sus cascos. Pero el recuerdo de las ofensas se sobrepuso muy pronto, en el mozo, al abatimiento y el aguijón de la venganza despertó en su alma inculta y semi

bárbara las furias implacables de sus pasiones salvajes.

Ningún suplicio le parecía bastante para aquellos que se habían burlado tan cruelmente de su amoroso deseo y se juró no perdonar medio alguno para obtener la revancha. Y engolfado en esos pensamientos se encaminó con paso tardo hacia las habitaciones. A pesar de que el amor se había trocado en odio

sentía un deseo punzante de encontrarse con la jóven para inquirir en su rostro, antes tan amado, las huellas de las caricias del otro.

Muy luego atravesó el espacio vacío que había entre el pozo y los primeros huertos. En ese día de fiesta, en medio de las mujeres y de los niños, los hombres iban y venían por los corredores con el pantalón de paño sujeto por el cinturón de cuero y la camiseta de algodón ceñida al busto amplio y fuerte. Por todas partes se oían voces alegres gritos y carcajadas, el ladrido de un perro y el llanto, desesperado de alguna criatura.

Frente al cuarto de Rosa, el padre de ésta y varios obreros trabajaban con ahínco en la armadura de madera que debía sostener los muros de la excavación. Remigio se detuvo en el ángulo de una cerca desde el cual podía ver lo que pasaba en la habitación de la joven quien delante de la puerta, con los torneados brazos desnudos hasta el codo, retorcía algunas piezas de ropa que iba extrayendo de un balde puesto en el suelo. Valentín, apoyado en el dintel en una apostura de conquistador, le dirigía frases que encontraban en la moza un eco alegre y placentero. Su fresca risa atravesaba como un dardo el corazón de Remigio, á quién la felicidad de la pareja no hacia sino aumentar la ira que hervía en su pecho. En el rostro de la jóven había un resplandor de dicha y sus húmedas pupilas tenían una expresión de languidez apasionada que acrecentaba su brillo y su belleza.

Estrujada la última pieza de tela, Rosa cogió el balde y se dirigió a uno de los cercados seguida de Valentín que llevaba en la diestra un rollo de cordel. El rubio mocetón ató las extremidades de la cuerda en las puntas salientes de dos maderos ayudando en seguida a suspender de ella las prendas de vestir.

Sin adivinar que eran espiados proseguían su amorosa plática al abrigo de las miradas de los que estaban en el corredor, cuando de súbito Valentín percibió a veinte pasos, pegada a la cerca, la figura amenazadora de su rival y queriendo hacerle sentir todo el peso de la derrota y la plenitud de su triunfo,

rodeó con el brazo izquierdo el cuello de la joven y, echándole la cabeza atrás, la besó en la boca.

Después la habló al oído misteriosamente. Remigio que contemplaba la escena con mirada torva vio a la moza volverse hacia él con rapidez, mirarlo de alto a abajo y soltar, enseguida, una estrepitosa carcajada. Luego, desasiéndose de los brazos que la retenían echó a correr acometida por una risa loca.

El ofendido mozo se quedó como enclavado en el sitio. Una llamarada le abrasó el rostro y enrojeció hasta la raíz de los cabellos. Cegado por el coraje avanzó algunos pasos tambaleándose como un ebrio.

En dirección al pozo caminaba Valentín cantando a voz en cuello una insultante copla:

El tonto que se enamora

Es un tonto de remate

Trabaja y calienta el agua

Para que otro tome el mate.

Remigio con la mirada extraviada lo siguió. Solo un pensamiento había en su cerebro: matar y morir y en el paroxismo de su cólera se sentía con fuerza para acometer a un gigante.

Valentín se había detenido al borde de la excavación y tiraba de la cuerda para hacer subir el balde, pero viendo que la arena que lo cubría hacia inútiles sus esfuerzos se deslizó al fondo para librarlo de aquel obstáculo. Remigio al verlo desaparecer se detuvo un momento, desorientado, mas una siniestra sonrisa asomó luego a sus labios y apretando el paso se acercó a la abertura y desató la cuerda la cual se escurrió por la polea y cayó dentro del hoyo. El obrero se enderezó: su enemigo quedaba preso y no podría escapársele. ¿Mas como rematarlo? Sus ojos que escudriñaban el suelo buscando un arma, una piedra, se detuvieron en las huellas del caballo, despertándose en él de pronto un recuerdo, una idea lejana. ¡Ah! ¡si pudiera lanzar diez, veinte caballos, sobre aquel terreno movedizo! y a su espíritu sobreexcitado acudieron extrañas ideas de venganza, de torturas, de suplicios atroces. De improviso se estremeció. Un pensamiento rápido como un rayo había atravesado su cerebro. A cincuenta metros de allí, tras uno de los huertos había una pequeña plazoleta donde un centenar de obreros se entretenían en diversos juegos de, azar: tirando los dados y echando las cartas. Oía distintamente sus voces, sus gritos y carcajadas. Allí tenia lo que le hacia falta y en algunos segundos ideó y maduró su plan.

El día declinaba, las sombra de los objetos se alargaba más y más hacia el oriente cuando los jugadores vieron aparecer delante de ellos a Remigio que con los brazos en alto en ademán de suprema consternación gritaba con voz estentórea:

-¡Se derrumba el pozo! ¡Se derrumba el pozo!

Los obreros se volvieron sorprendidos y los que estaban tumbados en el suelo se pusieron de pié bruscamente como un resorte. Todos clavaron en el mozo sus ojos azorados, pero ninguno se movía.

Mas, cuando le oyeron repetir de nuevo:

-¡El pozo se ha derrumbado! ¡Valentín está dentro! comprendieron y aquella avalancha humana, rápida como una tromba, se precipitó hacia la excavación.

Entretanto, Valentín, ignorante del peligro que corría, había extraído el balde, el cual por no ser allí necesario le había sido reclamado por la madre de Rosa. La caída de la cuerda no le causó sorpresa y la achacó al impotente despecho de su rival cuyos pasos había sentido arriba, pero no se alarmó por ello porque de un momento a otro vendrían a colocar la armadura de madera y quedaría libre de su prisión. Mas, cuando oyó el lejano clamoreo y la frase "se derrumba el pozo" llegó distintamente hasta él, sintió el aletazo del miedo y la amenaza de un peligro desconocido hizo encojérsele el corazón. El tropel llegaba como un alud. El obrero dirigió a lo alto una mirada despavorida y vio con espanto

desprenderse pedazos de la paredes. La arena se deslizaba como un liquido negro y espeso que se amontonaba en el fondo y subía a lo largo de sus piernas.

Dio un grito terrible, el suelo se conmovió súbitamente y un haz apretado de cabezas, formando un círculo estrecho en torno de la abertura, se inclinó con avidez hacia abajo. Un alarido ronco se escapaba de la garganta de Valentín.

-¡Por Dios, hermanos, sáquenme de aquí!

La arena le llegaba al pecho y, como el agua en un recipiente, seguía subiendo con intermitencias, lenta y silenciosamente.

En derredor del pozo la muchedumbre aumentaba por instantes. Los obreros se oprimían, se estrujaban, ansiosos por ver lo que pasaba abajo. Un vocerío inmenso atronaba el aire. Oíanse las órdenes más contradictorias. Algunos pedían cuerdas y otros gritaban:

-¡No, no, traigan palas!

Habíase pasado debajo de los brazos de Valentín un cordel del cual los de arriba tiraban con furia; pero, la arena no soltaba la presa, la retenía con tentáculos invisibles que se adherían al cuerpo de la, víctima y la sujetaban con su húmedo y terrible abrazo.

Algunos obreros viejos habían hecho inútiles esfuerzos para alejar a la ávida multitud cuyas pisadas removiendo el suelo no harían sino precipitar la catástrofe. El grito "el pozo se derrumba" había dejado vacías las habitaciones. Hombres, mujeres y niños, corrían desalados hacia aquel sitio coadyuvando

así sin saberlo, al siniestro plan de Remigio, quien con los brazos cruzados, feroz y sombrío, contemplaba a la distancia el éxito de la estratagema.

Rosa pugnaba en vano, por acercarse ala abertura. Sus penetrantes gritos de angustia resonaban por encima del clamor general, pero nadie se cuidaba de su desesperación y la barrera que le cerraba el camino se hacía a cada instante más infranqueable y tenaz.

De pronto un movimiento se produjo en la turba. Una anciana desgreñada, despavorida, hendió la masa viviente que se separaba silenciosa para darle paso. Un gemido salía de su pecho:

-¡Mi hijo, hijo de mi alma!

Llegó al borde y sin vacilar se precipitó dentro del hoyo. Valentín clamó con indecible terror:

-¡Madre sáqueme de aquí!

Aquella marea implacable que subía lenta, sin detenerse, lo cubría ya hasta el cuello y de improviso como si el peso que gravitaba encima hubiese sufrido un aumento repentino se produjo un nuevo desprendimiento y la lívida cabeza, con los cabellos erizados por el espanto desapareció, apagándose instantáneamente su ronco grito de agonía. Pero, un momento después, surgió de nuevo, los ojos fuera de las órbitas y la abierta boca llena de arena. La madre escarbando rabiosamente aquella masa movediza había logrado otra vez poner en descubierto la amoratada faz de su hijo y una lucha terrible se trabó entonces en derredor de la rubia cabeza del agonizante. La anciana, puesta de rodillas, con el auxilio de sus manos, de sus brazos y de su cuerpo rechazaba, lanzando alaridos de pavor y de locura, las arenosas ondas que subían, cuando el último hundimiento tuvo lugar. La corteza sólida carcomida por debajo se rompió en varios sitios. Los que estaban cerca de los bordes sintieron que el piso cedía súbitamente bajo sus pies y rodaron en confuso montón dentro de la hendidura. El pozo se había cegado, la arena cubría a la mujer hasta los hombros y sobrepasaba mas de un metro por encima de la cabeza de Valentín.

Cuando después de una hora de esforzada y ruda labor se extrajo el cadáver, el sol había ya terminado su carrera, la llanura se poblaba de sombras y desde el occidente un inmenso haz de rayos rojos, violetas y anaranjados, surgía debajo del horizonte y se proyectaba en abanico hacia el cenit.