Libro sub terra por baldomero Lillo

El Pozo 1


Con los brazos arremangados y llevando sobre la cabeza un cubo lleno de agua, Rosa atravesaba el espacio libre que había entre las habitaciones y el pequeño huerto, cuya cerca de ramas y troncos secos se destacaba oscura, casi negra, en el suelo arenoso de la campiña polvorienta.

El rostro moreno, asaz encendido de la muchacha, tenía toda la frescura de los dieciséis años y la suave y cálida coloración de la fruta no tocada todavía. En sus ojos verdes, sombreados por largas pestañas, había una expresión desenfadada y picaresca, y su boca de labios rojos y sensuales mostraba al reír dos hileras de dientes blancos que envidiaría una reina.

Aquella postura, con los brazos en alto, hacia resaltar en el busto opulento ligeramente echado atrás y bajo el corpiño de burda tela, sus senos firmes, redondos e incitantes. Al andar cimbrábanse el flexible talle y la ondulante falda de percal azul que modelaba sus caderas de hembra bien conformada y fuerte.Pronto se encontró delante de la puertecilla que daba acceso al cercado y penetró en su interior. El huerto muy pequeño estaba plantado de hortalizas cuyos cuadros mustios y marchitos empezó la joven a refrescar con el agua que había traído. Vuelta de espaldas hacía la entrada, introducía en el cubo

puesto en tierra, ambas manos, y lanzaba el liquido con fuerza delante de sí. Absorta en esta operación no se dio cuenta de que un hombre, deslizándose, sigilosamente por el postigo entreabierto, avanzó hacia ella a paso de lobo, evitando todo rumor. El recién llegado era un individuo muy joven cuyo rostro pálido, casi imberbe, estaba iluminado por dos ojos oscuros llenos de fuego. Un ligero bozo apuntaba en su labio superior, y el cabello negro y lacio que caía sobre su frente deprimida y estrecha le daba un aspecto casi infantil. Vestía una camiseta de rayas blancas y azules, pantalón gris y calzaba alpargatas de cáñamo.

El leve roce de las hojas secas que tapizaban el suelo hizo volverse a la joven rápidamente y una expresión de sorpresa y de marcado disgusto se pintó en su expresiva fisonomía.

El visitante se detuvo frente a un cuadro de coles y de lechugas que lo separaba de la moza y se quedó inmóvil, devorándola con la mirada.

La muchacha con los ojos bajos y el ceño fruncido, callaba enjugando las manos en los pliegues de su traje.

-Rosa, dijo el mozo con tono jovial y risueño, pero que acusaba una emoción mal contenida, -Qué a tiempo te volviste. ¡Vaya con el susto que te habría dado! Y cambiando de acento con vos apasionada e insinuante prosiguió:

-Ahora que estamos solos me dirás que es lo que te han dicho de mí; por qué no me oyes y te escondes cuando quiero verte. La interpelada permaneció silenciosa y su aire de contrariedad se acentuó. El reclamo amoroso se hizo tierno y suplicante.

-Rosa, imploró la voz ¿tendré tan mala suerte que desprecies este cariño, este corazón que es más tuyo que mío? ¡Acuérdate que éramos novios, que me querías!

Con acento reconcentrado, sin levantar la vista del suelo, la moza respondió:

-¡Nunca te dije nada!

-Es cierto, pero tampoco te esquivabas cuando te hablaba de amor. Y el día que te juré casarme contigo no me dijiste que no.

Al contrario te reías y con los ojos me dabas el sí.

-Creí que lo decías por broma.

Una forzada sonrisa vagó por los labios del galán y en tono de doloroso reproche contestó:

-¡Broma! ¡Mira! aunque se rían de mi porque me caso a fardo cerrado, di una palabra y ahora mismo voy a buscar el cura para que nos eche las bendiciones.

Rosa, cuya impaciencia y fastidio habían ido en aumento, por toda respuesta se inclinó, tomó el balde y dio un paso hacia la puerta. El mozo se interpuso y con tono sombrío y resuelto exclamó:

-¡No te irás de aquí mientras no me digas por qué has cambiado de ese modo!

-Nada tengo que decirte y si no me dejas pasar, grito y llamo a mi madre.

Una oleada de sangre coloreó el pálido rostro del muchacho, un relámpago brotó de sus ojos y con voz trémula por el dolor y por la cólera profirió.

-¡Ah! perra, ya sé quién es el qué te ha puesto así; ¡pero antes que se salga con la suya, como hay Dios que le arrancaré la lengua y el alma!

Rosa, erguida delante de él, lo contemplaba hosca y huraña.

-Por última vez ¿Quieres o no ser mi mujer?

-¡Nunca! dijo con fiereza la joven. ¡Primero muerta!

La mirada con que acompañó sus palabras fue tan despreciativa y había tal expresión de desafío en sus verdes y luminosas pupilas que el muchacho quedó un instante como atontado sin hallar qué responder; pero de improviso ebrio de despecho y de deseos dio un salto hacia la moza, la cogió por la

cintura y levantándola en el aire, la tumbó sobre la hojarasca.

Una lucha violentísima se entabló. La joven, robusta y vigorosa, opuso una desesperada resistencia y sus dientes y sus uñas se clavaron con furor en la mano que sofocaba sus gritos y la impedía demandar socorro.

Una aparición inesperada la salvó. Un segundo individuo estaba de pié en el umbral de la puerta. El agresor se levantó de un brinco y con los puños cerrados y la mirada centelleante, aguardó al intruso que avanzó recto hacia él con el rostro ceñudo y los ojos inyectados de sangre.

Rosa, con las mejillas encendidas, surcadas por lágrimas de fuego, reparaba junto a la cerca el desorden de sus ropas. Las desgarraduras del corpiño dejaban entrever tesoros, de ocultas bellezas que su dueña esmerábase en poner a cubierto con el pañolillo anudado al cuello, avergonzada y llorosa. Entretanto, los dos hombres habían empeñado una lucha a muerte. La primera embestida furibunda y rabiosa puso de manifiesto su vigor y destreza de combatientes. El defensor de la muchacha, también muy joven, era un palmo mas alto que su antagonista. De anchas espaldas y fornido pecho era todo un buen mozo, de ojos claros, rizado cabello y rubios bigotes. Silenciosos, sin más armas que los puños, despidiendo bajo el arco de sus cejas contraídas relámpagos de odio se atacaban con extraordinario furor. El más bajo, de miembros delgados, esquivaba con pasmosa agilidad los terribles puñetazos que le asestaba su enemigo, devolviéndole golpe por golpe, firme y derecho sobre sus jarretes de acero. La respiración estertorosa silbaba al pasar por entre los dientes apretados que rechinaban de rabia cada vez que el puño del adversario alcanzaba sus rostros congestionados y sudorosos.

Rosa, mientras arrancaba con sus dedos las hojas secas adheridas a las negrísimas ondas de sus cabellos, seguía con los ojos llameantes las peripecias de la refriega, que se prolongaba sin ventajas visibles para los campeones enfurecidos, que delante de la moza redoblaban sus acometidas como fieras en celo que se disputan la posesión de la hembra que los excita y enamora.

Los cuadros de hortalizas eran pisoteados sin piedad y aquel destrozo arrancó una mirada de desolación a los airados ojos de la joven. La ira que ardía en su pecho se acrecentó, y en el instante en que su ofensor pasaba junto a ella acosado por su formidable adversario, tuvo una súbita inspiración:

se agachó y cogiendo un puñado de arena se lo lanzó a la cara. El efecto fue instantáneo, el que retrocedía se detuvo vacilante y en un segundo fue derribado en tierra donde quedó sin movimiento, oprimido el pecho bajo la rodilla del vencedor.

Rosa lanzó una postrera mirada al grupo y luego sin preocuparse del cubo vacío se precipitó fuera del cercado y salvó a la carrera la distancia que la separaba de las habitaciones. Al llegar se volvió para mirar atrás y distinguió entre los matorrales la figura de su salvador que se alejaba, mientras que por la parte opuesta caminaba el vencido, apartándose apresuradamente del sitio de la batalla.

La joven se deslizó por los corredores casi desiertos y después de pasar por delante de una serie de puertas, se detuvo delante de una apenas entornada y, empujándola suavemente, traspuso el umbral.

Un gran fuego ardía en la chimenea y en el centro del cuarto una mujer encuclillas delante de una artesa de madera se ocupaba en lavar algunas piezas de ropa. Las paredes blanqueadas y desnudas acusaban la miseria. En el suelo y tirados por los rincones había desperdicios que exhalaban un olor infecto. Una mesa y algunas sillas cojas componían todo el mobiliario y detrás de la puerta asomaba el pasamanos de una escalera que conducía, a una segunda habitación situada en los altos. La mujer de edad ya madura, corpulenta, de rostro cubierto de pecas y de manchas, sin interrumpir su tarea fijó en la moza una mirada escrutadora, exclamando de pronto con extrañeza:

-¿Qué tienes, qué te ha pasado?

Rosa con tono compungido y lacrimoso respondió:

-¡Ay, madre! El huerto está hecho pedazos. ¡Las coles, las lechugas, los rábanos, todo lo han arrancado y pisoteado!

El semblante de la mujer se puso rojo como la púrpura.

-¡Ah! ¡condenada, gritó, seguro que has dejado la puerta abierta y se ha entrado la chancha del otro lado!

Púsose de pie, blandiendo sus rollizos brazos arremangados por encima del codo y se desató en improperios y amenazas.

-¡Bribona! ¡si ha sido así, apronta el cuero porque te lo voy a arrancar a tiras!

Y con las sayas levantadas se dirigió presurosa a comprobar el desastre.

La atmósfera estaba pesada y ardiente y el sol ascendía al cenit en un cielo plomizo ligeramente brumoso. En la arena gris y movediza hundíanse los pies, dejando un surco blanquecino. Rosa que caminaba detrás de su madre, lanzando a todas partes miradas inquietas y escudriñadoras, distinguió después de un instante, por encima de un pequeño matorral la cabeza de alguien puesto en acecho.

La joven sonrió. Acababa de reconocer en el que atisbaba a su defensor, quien, viendo que la muchacha lo había descubierto, se incorporó un tanto y le envió con la diestra un beso a través de la distancia. Brillaron los ojos de la moza y sus mejillas se tiñeron de carmín, y a pesar de comprender que, dado el carácter violento de su madre, la aguardaba talvez una paliza, penetró alegre, casi risueña en el malhadado huerto dentro del cual se alzaba un coro formidable de gemidos, maldiciones y juramentos.

Rosa pertenecía a una familia de mineros. Hija única, ayudaba a su madre en los quehaceres domésticos, mientras el padre, viejo barretero, luchaba encarnizadamente debajo de la tierra para ganar el mísero salario que era el pan de cada día. La muchacha, tosca y rústica, era toda una belleza. Nada inocente, pues el medio no lo permitía, era, sin embargo, una virtud arisca inaccesible hasta entonces a las seducciones de los galanes que bebían los vientos por aquella beldad de cuerpo sano, exuberante de vida con la gracia irresistible de la mujer ya formada.

Entre los que más de cerca la asediaban distinguíanse dos mozos gallardos y apuestos que eran la flor y nata de los tenorios de la mina. Ambos habían puesto sitio en toda regla a la linda Rosa que recibía sus apasionadas declaraciones con risotadas, dengues y mohines llenos de gracia y de malicia.

Amigos desde la infancia aquel amor había enfriado sus relaciones, oncluyendo por separarlos completamente.

Durante algún tiempo, Remigio el carretillero, un moreno pálido, delgado y esbelto, pareció haber inclinado a su favor el poquísimo interés que prestaba a sus adoradores la desdeñosa muchacha. Pero aquello duró muy poco y el enamorado mozo vio con amarga decepción que el barretero Valentín, su rubio rival, lo desbancaba en el voluble corazón de la hermosa. Esta que en un principio oía sonriente sus apasionadas protestas, alentándolo a veces con una mirada incendiaria, empezó de pronto a huir de él, a esquivar su presencia y las pocas ocasiones que lograba hablarla apenas podía arrancarle una

que otra frase evasiva, acompañada de un gesto de despego y de disgusto.

El desvío de la moza exaltó su pasión hasta el infinito. Mordido por los celos, redobló sus esfuerzos  para reconquistar el terreno perdido, estrellándose contra el creciente desamor de la joven que cada día demostraba con señales visibles su simpatía, y preferencia por el otro. La rivalidad de ambos aumentó y el odio anidado en, sus corazones hizo de ellos dos enemigos rreconciliables.

Vigilábanse mutuamente y echaban mano de todos los medios puestos a su alcance para estorbar al contrario e impedirle que tomase alguna ventaja.

Como siempre y según la costumbre, el cerco puesto por los gala nes a su hija no inquietaba en lo mas mínimo a los padres. Cediese o no al amoroso reclamo era asunto que sólo a ella le importaba.

Remigio el desdeñado pretendiente, quiso un día tener con la joven una explicación decisiva y salir, de una vez por todas, de la incertidumbre que lo atormentaba, para lo cual decidió no ir una mañana a su trabajo en el fondo de la cantera. Valentín que tuvo conocimiento por un camarada de aquella novedad, recelando el motivo que la ocasionaba resolvió quedarse para espiar los pasos de su rival lo que trajo por consecuencia el encuentro del huerto y el terrible combate que se siguió.

Rosa, cuyo corazón dormía aun, había acogido con cierta coquetería las amorosas insinuaciones de Remigio que fue el primero en requebrarla. Halagábala aquella conquista que había despertado la envidia de muchas de sus compañeras; pero la vehemencia de aquel amor y la mirada de esos ojos

sombríos que se fijaban en los suyos cargados de pasión y de deseos la hacían estremecer. El miedo al hombre, al macho, aplacaba, entonces, los ardores nacientes de su carne produciéndole la proximidad del mozo un instintivo sentimiento de repulsión.

Mas, cuando principió a cortejarla el otro, el rubio y apuesto Valentín, un cambio brusco se operó en ella. Poníase encendida a la vista del joven y si le dirigía la palabra, la respuesta incisiva, vivaz y pronta con que dejaba parado al mas atrevido, no acudía a sus labios y después de balbucear uno que otro monosílabo terminaba por escabullirse cortada y ruborosa.

La abierta y franca fisonomía del mozo, su carácter alegre y turbulento la atrajeron insensiblemente y el amor escondido hasta entonces en el fondo de su ser germinó vigoroso en aquella tierra virgen. Después de la refriega de ese día la actitud de los dos rivales se modificó. Mientras Valentín seguía cortejando abiertamente a la moza, Remigio se limitaba a vigilarla a la distancia. Su pasión excitada por los celos y aguijoneada por el despecho se había tornado en una hoguera voraz que lo consumía.

Su exaltada imaginación fraguaba los planes mas descabellados para tomar venganza, pronta y terrible, de la infiel, de la traidora. Rosa, por su parte, entregada de lleno a su naciente amor no se cuidaba gran cosa de su antiguo pretendiente. No le guardaba rencor y sólo sentía por él una desdñosa indiferencia.

Las cosas quedaron así por algún tiempo. El huerto había sido reparado y los cuadros rehechos, pero nunca se descubrió a los autores del destrozo ni se supo lo que allí había pasado.

Un día el padre de la muchacha tuvo una idea luminosa. Como el agua para el riego había que acarrearla desde una gran distancia, resolvió abrir un pozo junto al cercado. Comunicado el proyecto a su mujer y a su hija, éstas lo aplaudieron calurosamente. No había grandes dificultades que vencer, pues el terreno sobre el que se asentaba la pequeña población estaba formado por arena negra y gruesa hasta una gran profundidad. A los cuatro metros de la superficie brotaba el agua que se mantenía al mismo nivel en todas las estaciones. Quedó acordado que el domingo siguiente se pondría mano a la obra para lo cual ofrecieron su concurso los amigos, contándose, entre los más entusiastas a Remigio y Valentín.

El día designado llegó y muy de mañana se empezaron los trabajos. La excavación se hizo cerca de la puerta de entrada y al medio día se habían profundizado dos metros. La arena era extraída por medio de un gran balde de hierro atado a un cordel que pasaba por una polea, sujeta a un travesaño de madera. Los adversarios eran los más empeñosos en la tarea, pero evitando siempre todo contacto. Mientras el uno estaba abajo llenando el balde, el otro estaba arriba apartando la arena lejos de la abertura. En un momento en que Remigio permanecía metido en el agujero, Valentín pretextando que tenía sed, tiró la pala y se encaminó en derechura a la habitación de Rosa. La joven estaba sentada cosiendo junto a la puerta.

-Vengo a pedirte un vaso de agua. Ando muerto de sed, díjole el obrero, con tono alegre y malicioso.

Rosa se levantó en silencio, con los ojos brillantes y yendo hacia un rincón del cuarto volvió con un vaso que Valentín cogió junto con la pequeña y morena mano que lo sostenía.

La jóven risueña y sonrojada profirió:

-¡Vaya, no la derrames!

Él la miraba sonriente, fascinándola con la mirada. Se bebió el agua de un sorbo y luego enjugándose los labios con la manga de la blusa agregó, festivo y zalamero:

-Rosa, si para verte fuera preciso tomarse cada minuto un vaso de agua, yo me tragaría el mar.

La joven se rió mostrando su blanca dentadura.

-¡Y así tan salado!

-¡Así, y con pescao, barcos y todo!

Con una alegre carcajada saludó la moza la ocurrencia.

-¡Vaya qué tragaderas!

Una voz preguntó desde arriba:

-Rosa, ¿quién está ahí?

-Es Valentín, madre.

Un ¡ah! indiferente pasó a través del techo y todo quedó en silencio. Valentín había cogido a la moza por la cintura y la atrajo hacia sí. Rosa con las manos puestas en el amplio pecho del mozo, se resistía y murmuraba con voz queda y suplicante:

-¡Vaya! iDéjame!

Su combado seno henchíase como el oleaje en día de tormenta y el corazón le golpeaba adentro con acelerado y vertiginoso martilleo.

El mozo enardecido le decía tiernamente:

-         ¡Rosa! ¡Vida mía! ¡Mi linda paloma!

La jóven, vencida, fijaba en él una mirada desfalleciente, llena de promesas, impregnada de pasión. La rijidez de sus brazos aflojábase poco a poco y a medida que sentía aproximarse aquel aliento que le abrasaba el rostro, retrocedía, echando atrás la hermosa cabeza hasta que tocó la pared. Cerró entonces los ojos, y el muchacho con la suya hambrienta recogió en la fresca boca puesta a su alcance, las primicias de esos labios mas encendidos que un manojo de claveles y más dulces que el panal de miel que elabora en las frondas la abeja silvestre.

Un paso pesado que hacia crujir la escalen hizo apartarse bruscamente a los amantes. El obrero abandonó el cuarto diciendo en voz alta:

---¡Gracias, Rosa, hasta luego!

La joven agitada y trémula cogió de nuevo la aguja, pero su pulso estaba tembloroso y se pinchaba a cada instante.

Valentín, mientras caminaba hacia el pozo pensaba henchido de júbilo que el triunfo final estaba próximo. Si la ocasión protectora de los amantes, se presentaba, la rústica belleza seria suya. Su experiencia de avezado galanteador le daba de ello la certeza y no pudo menos que lanzar a Remigio una mirada triunfante cuando uno de los compañeros le dijo con sorna:

-Qué tal el agua, ¿Apagaste la sed?

Retorciéndose el rubio bigote contestó sentenciosamente:

-Dios sabe más y averigua menos.

Al caer la tarde el pozo quedó terminado. Tenía cuatro metros de hondura y dos de diámetro y del fondo el agua borbotaba lentamente. Los obreros se apartaron de allí y se fueron a la sombra del corredor a preparar la armadura de madera destinada a impedir el desmoronamiento de las frágiles paredes de la excavación. Remigio se quedó un instante para arreglar un desperfecto de la polea y cuando terminada la compostura iba a seguir tras sus compañeros, la falda azul de Rosa entrevista a través del ramaje de la cerca lo hizo mudar de determinación y cogiéndose de la cuerda se deslizó dentro del agujero.

La jóven, que no lo había visto, iba a coger algunas hortalizas para la merienda y pensaba echar al paso una mirada a la obra y ver si ya el agua empezaba a subir.

Remigio, de pie, arrimado a la húmeda muralla aguardaba callado e inmóvil. Rosa se acercó con precaución hasta el borde de la abertura y miró dentro. La presencia del mozo la sorprendió, pero luego una picaresca sonrisa asomó a sus labios. Alargó la mano, cogió la cuerda cuya extremidad estaba arriba atada a una estaca y de un brusco tirón hizo subir el balde hasta la polea y lo mantuvo allí enrollando el resto del cordel en uno de los soportes del  travesaño.

El obrero no trató de impedir aquella maniobra. Había alcanzado a percibir el fugaz rostro de la joven cuando se inclinaba hacia abajo y aquella broma le pareció un síntoma favorable en su desairada situación. Alzó la vista y se quedó esperando con impaciencia el resultado de la jugarreta. De pronto oyó una exclamación ahogada y algo semejante al rumor de una lucha vino a interrumpir el silencio de aquella muda escena. Enderezóse como si hubiera visto una serpiente y aguzando el oído se puso a escuchar con toda su alma. Una voz armoniosa, blanda como una queja murmuraba frases entrecortadas y suplicantes y otra más grave y varonil la respondía con un murmullo apasionado y ardiente. El ruido pareció alejarse en dirección del huerto, el postigo se cerró con estrépito, las hojas secas crujieron como el lecho blando y muelle que recibe su carga nocturna y todo rumor se apagó.