Fuera de la pantalla, el mundo es una sombra indigna de confianza.
Antes de la televisión, antes del cine, ya era así. Cuando Búfalo Bill agarraba algún indio distraído y conseguía matarlo, rápidamente procedía a arrancarle el cuero cabelludo y los plumajes y demás trofeos y de un galope llegaba desde el Lejano Oeste a los teatros de Nueva York, donde él mismo representaba la heroica gesta que acababa de protagonizar. Entonces, cuando se abría el telón y Búfalo Bill alzaba su cuchillo ensangrentado en el
escenario, a la luz de las candilejas, entonces ocurría, por primera vez ocurría, de veras ocurría, la verdad.