La reina de las espadas
1.4
Lisaveta Ivanovna estaba sentada en su cuarto, todavía con su vestido de fiesta, sumergida en profundas meditaciones. Al llegar a su casa, se apresuró a despedir a la muchacha semidormida que le ofrecía de mala gana su ayuda, dijo que se desvestiría ella sola, y con creciente inquietud entró en su cuarto, esperando encontrar allí a Hermann y deseando no encontrarlo. Desde la primera mirada se convenció de su ausencia y agradeció al destino la casualidad que impidió esa entrevista. Se sentó sin desvestirse y se puso a recordar todas las circunstancias que en tan corto plazo supieron llevarla tan lejos. ¡No habían pasado aún tres semanas desde que por primera vez vio por la ventana al joven, y ya se encontraba en correspondencia con él y ya osó él exigirle una cita nocturna! Ella conocía su nombre tan sólo merced a que algunas de sus cartas llegaron firmadas; jamás habló con él, jamás oyó su voz, nada sabía de su persona... hasta esa misma noche. ¡Qué extraño! Esta misma noche, en la fiesta, Tomski, después de reñir con la joven princesa Paulina, que contrariamente a su costumbre coqueteaba con otro, resolvió vengarse de ella, mostrándosele indiferente: invitó a Lisaveta Ivanovna y bailó con ella la interminable mazurka. Durante todo el tiempo bromeó sobre la inclinación de Lisaveta hacia los oficiales de ingeniería, aseguró que sabía mucho más de lo que podía suponer ella, y algunas de sus bromas fueron tan acertadamente dirigidas, que Lisaveta Ivanovna llegó varias veces a pensar que estaba al tanto de su misterio.
—Por quién supo todo eso? —le preguntó ella riendo.
—Por un amigo de la persona que usted sabe —respondió Tomski-_. Un hombre muy notable.
—Quién es, pues, ese hombre notable?
—Se llama Hermann.
Lisaveta Ivanovna no contestó nada, pero se le helaron los pies y las manos.
—Este Hermann —proseguía Tomski— es una persona realmente romántica: tiene el perfil de Napoleón y el alma de Mefistófeles. Creo que debe tener por lo menos tres crímenes sobre su conciencia. ¡Pero qué pálida se ha puesto Usted!
—Me duele la cabeza... ¿Qué le decía Hermann, o como se llame?
—Hermann está muy descontento con su amigo: dice que en su lugar hubiera procedido en muy distinta forma... Llegó hasta a creer que también Hermana se interesa por usted:
Por lo menos, escucha sin pi.zca de indiferencia las apasio. nadas exclamaciones de su amigo.
—Pero dónde pudo yerme?
—En la iglesia, tal vez; durante el paseo... ¡Dios lo sabe! Tal vez en su cuarto, mientras usted dormía: es capaz...
Las tres damas que se acercaron a ellas con la pregunta:
Oubli ou regret? , interrumpieron la conversación que tan inquietamente curiosa se tornaba para Lisaveta Ivanovna.
La dama elegida por Tomski fue la misma princesa Paulina. Ella tuvo tiempo de explicarse con él al dar otra vuelta por la sala y al moverse frente a su asiento. Al regresar a su lugar, Tomski ya no pensaba ni en Hermann ni en Lisaveta Ivanovna. Ella quería a toda costa recomenzar la conversación interrumpida, pero la mazurka terminó, y poco tiempo después la vieja Condesa se retiró.
Las palabras de Tomski no eran más que una charla jovial; pero produjeron una honda impresión sobre el alma de la joven soñadora. El retrato trazado por Tomski correspondía a la imagen formada por ella misma, y esta persona, ya trivial merced a las novelas modernas, la espantaba y cautivaba su imaginación. Permanecía sentada, con los desnudos brazos Cruzados, la cabeza, aún adornada con flores, inclinada sobre el pecho escotado... De repente, la puerta se abrió y entró Hermana. Ella tembló.
—Dónde estaba? —preguntó en un susurro espantado.
—En el dormitorio de la anciana condesa —contestó Hermann—. Ahora vengo de allí. La condesa murió.
—Dios mío! ... ¡QUé me está diciendo!
—Y me parece —prosiguió Hermann— que yo he sido la causa de su muerte.
Lisaveta Ivanovna lo miró, y en su alma resonaron las palabras de Tomski: por lo menos tiene tres crímenes sobre su conciencia. Hermann se sentó en el alféizar de la ventana, junto a ella, le contó todo lo sucedido.
Lisaveta Ivanovna lo escuchaba, horrorizada. Así, pues, esas cartas apasionadas, esas exigencias ardientes, esa persecución atrevida y tenaz, 1todo eso no fue amor! ¡Dinero! He aquí lo que anhelaba el alma de él! ¡No podía ella satisfacer sus deseos y hacerlo feliz! ¡La pobre niña no era más que una ciega cómplice del bandolero, del asesino de su anciana bienhechora! Lloró amargamente en su arrepentimiento tardío y torturante. Hermann la miraba en silencio; el corazón se le atormentaba a su vez; pero ni las lágrimas de la pobçe muchacha ni el asombroso encanto de su dolor inquietaban su alma dura. Su conciencia no sentía remordimientos pensando en la vieja muerta. Una cosa lo horrorizaba: la irrevocable pérdida del secreto, del cual esperaba el enriquecimiento.
—Es usted un monstruo —dijo Lisaveta Ivanovna por fin.
—No quería su muerte —respondió Hermann—. Mi pistola no está cargada.
Ambos callaron.
Llegaba el día. Lisaveta Ivanovna apagó la vela consumida: una luz pálida alumbró el cuarto. Enjugó sus ojos húmedos y levantó la mirada hacia Herrnann: éste permanecía sentado, sombrío, apoyado en el aféizar de la ventana, con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido. En esta postura se parecía asombrosamente al retrato de Napoleón. Hasta Lisa- yeta Ivanovna se sintió sorprendida por este parecido.
—Cómo va a salir de esta casa? —dijo por fin Lisaveta Ivanovna—. Pensaba conducirlo por la escalera secreta; pero es preciso pasar junto al dormitorio, y tengo miedo.
—Explíqueme cómo puedo encontrar la escalera secreta; saldré por mí mismo.
Lisaveta Ivanovna se levantó, sacó una llave de la cómoda, la entregó a Hermann y le dio una explicación detallada. Hermann apretó la mano de ella, inerte y fría, besó su cabeza inclinada y salió.
Volvió a bajar por la escalera de caracol, y entró de nuevo en el dormitorio de la condesa. La vieja muerta estaba allí sentada, rígida; su rostro expresaba una calma profunda. Hermann se detuvo delante de ella y la miró largamente, como queriendo cerciorarse de la terrible verdad; por fin, entró en el gabinete y comenzó a bajar la oscura escalera, emocionado por sentimientos extraños. «Por esta misma escalera —pensaba— tal vez, unos sesenta años atrás, hacia este mismo dormitorio, a esta misma hora, apretando contra su pecho su sombrero de tres picos, iría de puntillas un joven feliz, vestido con un saco bordado y ajustado, peinado a l’oiseau royal, ha mucho ya desaparecido en su tumba; y el corazón de su amante anciana dejó hoy de latir...»
Al pie de la escalera, Hermann descubrió una puerta que abrió con la misma llave, y se encontró en un corredor que iba a través de toda la casa y que lo condujo hasta la calle.