Alejandro Pushkin: La reina de espadas capitulo 1

poeta Alejandro Pushkin y su cuento la reina de las espadas


ALEJANDRO PUSHKIN (1799-1837). Nació en Moscú, en una familia de la nobleza. Estudió en el Instituto de Tsé rskoye Seló, donde comenzó a escribir versos. En 1814 aparecieron sus primeros poemas en El mensajero de Europa. En 1817 entró en el Servicio Exterior y continuó su vida de dandy en los círculos elegantes de la sociedad de San Petersburgo. Su epopeya romántica Ruslán y Ludmila (1820) le dio fama y gran popularidad entre la juventud, pero unos epigramas revolucionarios atrajeron la atención de Alejandro 1, quien lo desterró de la Corte. Más tarde Pushkin viajó al Cáucaso, donde escribió sus grandes poemas El cautivo del Cáucaso y La fuente de Bakhchisarai, y comenzó a redactar su célebre Eugenio Oneguin. Aunque el poeta no tomó parte en la rebelión de diciembre de 1825, se conocían sus relaciones con los rebeldes. No obstante, el zar lo llamó a la Corte y lo perdonó. En 1831 —año en que aparecieron sus Relatos de Belkin— se le permitió publicar también su Boris Godunov. Tres años antes había publicado su primera obra narrativa, El negro de Pedro el Grande. Su famoso cuento La reina de espadas apareció en 1834. Pushkin murió en un duelo, como un incurable romántico.

La reina de espadas

1.1

Una vez se jugaba a los naipes en casa de Narumov, oficial de la caballería de la guardia. La largg noche de invierno pasó insensiblemente; la cena fue serviq a las cinco de la madrugada. Aquellos que acababan de ganar comieron con apetito ezcelente; los otros permanecieron sentados distraídamente frente a sus platos vacíos. Pero apareció el champán, la conversación se animó y todos tomaron parte en ella.
—Cómo te fue, Surin? —preguntó el dueño de la casa.
—Perdí, como de costumbre. Hay qqe reconocer que no soy afortunado. Juego con el mirando?, jamás me acaloro, nada me puede desconcertar, ¡y, sin embirgo, pierdo siempre!
—Y ni una vez te dejaste seducir? ¡Ni una vez pusiste a la moté? ¡Pues me admira tu firmeza!
—Y qué me dice de Hermann! —dijo 1-mo de los huéspedes, indicando a un joven ingeniero—. Desue que nació jamás tomó un naipe en sus manos ni apostó u solo céntimo y, sin embargo, se queda con nosotros hasta la cinco de la madrugada, mirándonos jugar.
—El juego me interesa mucho —dijo Hermann—, pero no me hnllo en condiciones de sacrificar lo necesario con la esperanza de adquirir lo superfluo.
—Hermann es alemán y es cnlculndot; de ahí todo —observé Tomski—. Pero si hay alguien a quien realmente no llego a comprender, es a mi abuela la condesa Ana Fedotovna.
—Cómo? ¿Qué? —gritaron los huéspedes.
—No puedo comprender —prosiguió Tomski— cómo es posible que mi abuela no juegue.
—Pues qué tiene de extraño —dijo Narumov— que una vieja de ochenta años no juegue?
—Quiere decir que nada saben de ella?
—INo! ¡Palabra que nada!
—Ajá! Entonces, escuchen: Es preciso que sepan ustedes que hace unos sesenta años, mi abuela visitó París y allí hizo furor. El pueblo corría detrás de ella para ver a la Venus moscovile . Richelieu Ja cortejaba y mi abuela asegura que a causa de su crueldad estuvo el cardenal a punto de pegarse un tiro. En aquellos tiempos, las damas jugaban al faraón. Una vez, perdió frente al duque de Orleáns, bajo palabra, una suma muy grande. Al regresar a su casa, despegando los lunares de su rostro y desatando sus polleras, mi abuela anuncié su pérdida a mi abuelo y le ordenó pagarla. El difunto abuelo, por lo que recuerdo, hacía las veces de encargado de mi abuela. La temía más que al fuego; sin embargo, al enterarse de una pérdida tan considerable montó en cólera, trajo las cuentas, le demostró que en seis meses habían gastado alrededor de medio millón, que en las afueras de París ellos no poseían ni su hacienda podmoskovnaia ni la de Saratov, y categóricamente rehusó pagar. Mi abuela le dio una bofetada y se acostó sola en signo de desaire. Al día siguiente mandó llamar al esposo, esperando que el castigo doméstico hubiese hecho efecto sobre él; pero lo encontró inquebrantable. Por primera vez en su vida, ella se dignó darle razonamientos y explicaciones; creyó avergonzarlo, demostrándole con condescendencia que hay deudas que no se parecen a otras y que existe una diferencia entre un príncipe y un cochero. Pero el abuelo no quería saber nada. ¡No; y se acabó! Mi abuela no sabía qué hacer. Entre sus amistades había un hombre muy notable. Por supuesto, habrán oído ustedes hablar del conde de Saint Germain, del cual se cuentan tantas cosas maravillosas. Saben, sin duda, que se hacía pasar por el Judío Errante, por el inventor del elixir de la vida y de la piedra filosofal, etc. Se solían reír de él como de un charlatán, y Casanova, en sus Memorias, asegura que era un espía; sin embargo, Saint Germain, a pesar de sus aires de misterio, tenía un aspecto muy respetable y era un hombre muy fino en sociedad. Mi abuela, aún hoy, lo quiere con locura y se irrita cuando se habla de él en forma desconsiderada. Pues bien, mi abuela sabía que Saint Germain estaba en condiciones de disponer de gran cantidad de dinero. Decidió acudir a él y escribió una nota en la que le rogaba que la visitara a la mayor brevedad posible. El viejo excéntrico acudió enseguida y la encontró en un estado de desconsuelo terrible. Ella le pintó con los colores más negros la obstinación cruel de su marido, y le dijo al final que ponía toda su esperanza en sus sentimientos amistosos y su amabilidad. Saint Germajn permaneció pensativo.
Puedo servirla en lo que se refiere a esa suma —dijo—-:
pero sé que no se sentirá usted tranquila hasta después de haberme pagado, y no quisiera ocasionarle nuevas molestias. Hay otro remedio; puede usted solicitar un desquite.
—Pero estimado conde —respondió mi abuela—, le digo que ya no tengo dinero; en absoluto.
—Pues no se necesita dinero —replicó Saint Germain—. Hágame el favor de escuchar.
Y en esto le comunicó un secreto por el cual todos nosotros daríamos lo que no tenemos...
Los jóvenes jugadores duplicaron su atención. Tomski encendió su pipa, aspiré el humo y prosiguió:
—Aquella misma noche mi abuela apareció en Versalles, au jeu de la Reine. El duque de Orleáns tenía la banca; mi abuela le presentó leves excusas por no haber traído el importe de su deuda, inventó una pequeña historia para justificarse, y se puso a jugar contra él. Escogió tres cartas y las jugó una tras otra: las tres ganaron, y mi abuela se desquité completamente.
— ¡Casualidad! —dijo uno de los huéspedes.
—Cuento de hadas! —observó Hermann.
—jTal vez las cartas estuvieran marcadas! —intercalé un tercero.
—No creo que haya sido así —respondió Tomski con gravedad.
—Pero es posible —dijo Narumov—. Tienes una abuela que adivina tres cartas seguidas, ¿todavía no aprendiste su cabalística?
—Sí, ¡voto al diablo! —contestó Tomski—. Ella tuvo cuatro hijos, y mi padre fue uno de ellos; los cuatro eran jugadores desesperados, y a ninguno de los cuatro les comunicó ella su secreto, aunque no les hubiera venido mal, ni a mi tampoco. Pero he aquí lo que me contó mi tío, el conde Iván Ilich, y me lo aseguró jurando por su honor. El difunto Chaplizki, aquel mismo que murió en la miseria luego de haber derrochado millones, una vez, en su juventud, llegó a perder alrededor de trescientos mil rublos frente a Zorich, si no me equivoco. Estaba desesperado. Mi abuela, que siempre había sido severa para con las travesuras de los jóvenes, se compadeció de Chaplizki, no sé cómo. Le nombró las tres cartas a condición de que las jugara la una después de la otra, y le exigió su palabra de honor de que jamás volvería a jugar. Chaplizki se reunió con su adversario; se pusieron a jugar. Chap lizki apostó sobre la primera carta cincuenta mil, y ganó; dobló el pároli, volvió a doblar, se desquitó y hasta quedó ganando...
—Sin embargo, es hora de dormir: ya son las seis menos cuarto.
Y en efecto, amanecía. Los jóvenes vaciaron sus copas y se separaron.

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Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI