Antón Chéjov: El pabellón número 6, capítulo XIII

Una semana después propusieron a Andrei Efímich que descansase, es decir


Capítulo XIII

Una semana después propusieron a Andrei Efímich que descansase, es decir, que presentara la dimisión, propuesta que él acogió con entera indiferencia. Y al cabo de otra semana, Mijaíl Averiánich y él iban ya en la diligencia, camino de la estación del ferrocarril. Los días eran frescos, claros, de cielo azul y horizonte transparente. Hasta llegar a la estación, recorriendo los 200 kilómetros de distancia, hubieron de pasar dos noches en el camino. Cuando en las estaciones de postas servían el té en vasos mal lavados o tardaban en enganchar los caballos, Mijaíl Averiánich se ponía de color púrpura; y, temblando con todo su cuerpo, vociferaba contra el servicio y gritaba: «¡A callar! ¡No quiero excusas!» Y mientras viajaban en la diligencia no cesaba un minuto de relatar sus viajes al Cáucaso y al reino de Polonia. ¡Qué aventuras! ¡Qué encuentros! Hablaba a gritos, poniendo tales ojos de admiración, que pudiera creerse que mentía. Además, lo hacía con la boca pegada a la cara de Andrei Efímich, respirando junto a su mejilla y riéndosele en el mismo oído, todo lo cual molestaba al médico y le impedía concentrarse.

Para economizar en el billete de ferrocarril, sacaron tercera clase. Iban en un coche para viajeros no fumadores. La mitad de los compañeros de departamento era gente aseada. Mijaíl Averiánich no tardó en trabar conocimiento con todos; y, pasando de un asiento a otro, decía en voz alta que nadie debiera utilizar aquellos ferrocarriles indignos. ¡Engaño por todas partes! ¡Qué distinto ir a caballo! Después de recorrer 100 verstas en un día, se sentía uno más fresco y más lozano que nunca. Y la mala cosecha se debía a que habían secado los pantanos de Pinsk. Se observaba un cuadro general de anormalidades horribles. Hablaba casi a gritos, sin dejar que los demás intercalasen una palabra. La interminable charla, mezclada con grandes risas y con ademanes y gestos expresivos, terminó por fatigar a Andrei Efímich. «¿Cuál de nosotros dos será el loco? -pensaba con fastidio-. ¿Soy, acaso yo, que procuro no molestar para nada a los pasajeros, o este egoísta, que se cree el más listo y el más interesante de cuantos vamos aquí, y por eso no deja tranquilo a nadie?»

Al llegar a Moscú, Mijaíl Averiánich se puso una guerrera militar sin hombreras y unos pantalones con franja roja. Para andar por la calle usaba gorra oficial y capote, y los soldados le saludaban al pasar. Al médico le parecía que aquel hombre se había desprendido de todo lo bueno que tuvieran sus costumbres señoriales de antaño, quedándose con lo malo. Le gustaba que le sirvieran incluso cuando no era necesario; teniendo los fósforos sobre la mesa, al alcance de la mano, y viéndolos él, gritaba al camarero que se los diera; en la habitación del hotel, no se cohibía de andar en ropas menores delante de la camarera; tuteaba a todos los sirvientes, sin distinción, incluso a los viejos; y si se enfadaba, los llamaba torpes e idiotas. A juicio de Andrei Efímich, todo esto era señoritil y repugnante.

Ante todo, Mijaíl Averiánich llevó a su amigo a ver la virgen de Iverskaia. Oró fervorosamente, con genuflexiones hasta el suelo e incluso derramando lágrimas. Al terminar suspiró profundamente y dijo:

-Aunque uno no crea, siempre se queda más tranquilo rezando. Bésela, amigo.

El médico, un tanto confuso, besó la imagen. Mijaíl Averiánich, alargando los labios y moviendo la cabeza, musitaba una oración mientras las lágrimas acudían de nuevo a sus ojos.

Después estuvieron en el Kremlin, vieron allí el Rey de los Cañones y la Reina de las Campanas, llegando incluso a tocarlos; admiraron el paisaje que ofrecía el barrio de Zamoskvorechie; y visitaron el templo del Salvador y el Museo Rumiantsev.

Almorzaron en el restaurante Testov. Mijaíl Averiánich estuvo un buen rato contemplando la carta y acariciándose al mismo tiempo las patillas; y por último dijo en el tono de un gourmet acostumbrado a sentirse en tales restaurantes como en su propia casa:

-Vamos a ver qué nos da usted hoy, ángel.

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Capítulo III

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Capítulo V

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Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX