la Tirana, caserío situado a 16 kms. al suroriente de Pozo Almonte y a 60 de Iqu

La primera leyenda del Norte Grande nos traslada a la época en que don Diego de


LA TIRANA

Sobre el borde norte del más septentrional de ellos, que es el de Pintados, se encuentra la Tirana, caserío situado a 16 kms. al suroriente de Pozo Almonte y a 60 de Iquique. El agua se encuentra allá a unos 10 m. debajo de la superficie. Desde, tiempos remotos, los atacamas practicaban cultivos singulares: eliminaban la costra salina de la pampa y formaban cuadros de unos 100 o más metros de longitud y 2 ó 3 de anchura. Debajo de esa costra se encuentra tierra dulce y húmeda (por capilaridad), en que se puede sembrar. La costra salina es colocada al lado desde donde sopla el viento, que es casi siempre muy fuerte después del mediodía. Tales cuadros llevan el nombre Indígena de canchones, pues cancha (esto sorprenderá a la mayoría de nuestros lectores) no es palabra castellana, sino americana. La capilaridad hace surgir siempre de nuevo substancias salinas, de modo que con los años un canchón se vuelve inservible para cultivos. Puede profundizársele de nuevo, pero como ello no se puede repetir indefinidamente, al final se les foresteaba con las especies ya indicadas, sobre todo con tamarugos. Y de ese modo se explica la paradoja de que en medio de un desierto absoluto, donde no llueve jamás ni hay corrientes de agua o canales de regadío, existen campos cultivados no regados, enormes avenidas y bosques artificiales y naturales.

Antiguamente, las selvas eran, por cierto, mucho más extensas y densas que en la actualidad. El primer corregidor de Tarapacá, Antonio OBrien, confeccionó en 1767 un plano de la Pampa del Tamarugal y las anotó en él: cubrían 55.000 hectáreas. Ya en aquel tiempo se las había explotado intensivamente para producir leña para fines domésticos y calentar los tachos en que se preparaba con el caliche una legía para producir salitre, como también para la fabricación de carbón, usado para elaborar fuegos artificiales, pólvora y calentar los buitrones en que se beneficiaban los minerales argentíferos de Huantajaya, Santa Rosa, Challacollo, Yabricolla y otras minas y la cangalla (minerales robados) de Potosí. Más tarde, el uso de la leña en la industria salitrera, antes de emplearse el carbón mineral, aumentó considerablemente.

La primera leyenda del Norte Grande nos traslada a la época en que don Diego de Almagro realizó su expedición exploradora a Chile, efectuada en 1535 y 1536. En aquel tiempo, los indios peruanos se mostraban intranquilos. Los dos últimos incas habían muerto violentamente: Huáscar vencido y mandado asesinar por su hermanastro Atahualpa; y éste ajusticiado por don Francisco Pizarro, quien castigó aquel crimen cometido. Los encomenderos se manifestaban soberbios, y los indios temían lo peor. Había un anhelo general de que resucitara el antiguo -imperio de Tahuantinsuyo. Por otra parte, reinaba intranquilidad también entre los españoles. Almagro se consideraba pospuesto por su socio Pizarro, y muchos conquistadores no habían conseguido encomiendas, minas u otros beneficios a que declaraban tener derecho.

Pizarro creyó poder dominar estos focos de descontento induciendo a su socio Almagro a emprender la conquista de Chile, territorio que disfrutaba en el Perú del renombre de "estar cuajado de oro": lo que era efectivo, pues el inca recibía desde allá anualmente unos 2.500 kilogramos del noble metal, que se destinaba a los usos de la corte y de los templos solares. De este modo —pensaba— se lograría contentar a Almagro y a los soldados ociosos. Por otra parte, exigió al jefe del ejército incaico, Paullo Túpac, que era príncipe de la dinastía, que acompañara a Almagro con unos diez mil guerreros. Logró que se incorporara igualmente a la expedición el Sumo Pontífice (Huillac Urna) incaico. De este modo esperaba Pizarro conjurar un levantamiento indígena.

La expedición se puso en marcha desde el Cuzco y comprendía, fuera de las tropas incaicas ya mencionadas, unos 500 españoles. No marchó por los desiertos del actual norte chileno, que habría sido incapaz de alimentar y proveer de agua a un contingente tan numeroso, sino que tomó la ruta por Tucumán, o sea, por la parte noroeste de la actual Argentina. Avanzó por allá hasta la altura de Copiapó, para cruzar la cordillera andina por el paso de San Francisco, que permite llegar por la quebrada de Paipote al valle de Copiapó, desde donde se avanzó por territorio chileno hasta el de Aconcagua, que los peruanos calificaron como chile (frío), lo que valió su nombre al país.

Almagro experimentó allá una terrible desilusión. No encontró ni palacios ni templos por saquear como en el Perú; y los mapuches, que ocupaban todo el territorio desde Copiapó hacia el sur, se sublevaron en Aconcagua al mando de Michimalonco, hostilizando sin cesar a los invasores. El dominio Incaico era en Chile muy precario, pues Huáscar había retirado casi todas las tropas peruanas cuando fue atacado por su hermanastro. Tampoco se llegaron a conocer minas o lavaderos de oro de importancia, y los soldados no estaban dispuestos a dedicarse a cultivar la tierra, única expectativa que parecía ofrecer el país.

Por resolución unánime se acordó regresar al Perú. Lo motivó, en parte también, el hecho de haber fijado el rey entre tanto el límite entre Nueva Castilla (la gobernación de Pizarro) y Nuevo Toledo (la de Almagro), lo que éste supo estando en Aconcagua y que lo alegró tanto más cuanto estimaba que el Cuzco —la maravillosa capital de los incas— quedaba dentro de su territorio.

La experiencia hecha en el paso de San Francisco en la marcha a Chile había sido tan desastrosa, que nadie estaba dispuesto a repetir: allá la expedición había sido sorprendida por el "viento blanco", con temperaturas de unos 30 grados bajo el punto de congelación, y la mitad de las tropas peruanas, como también numerosos españoles, perecieron de frío.

Debido a esa desgracia y a la resistencia de Michimalonco, los efectivos habían mermado de tal manera que la expedición podía arriesgar la travesía por el árido Despoblado de Atacama, al norte de Copiapó, para llegar al salar de Atacama, desde donde no era tan difícil continuar la marcha al Cuzco.

De esta manera la expedición llegó a los bosques de la Pampa del Tamarugal. Allí fue alcanzado por un chasqui (correo) el jefe militar incaico, Paullo Túpac. Manco, que había sido designado inca por Pizarro, se había sublevado y tenía cercada la ciudad de Cuzco. Enviaba a Paullo Túpac la orden de separarse de inmediato de los españoles y llegar en marchas forzadas a la capital incaica para apoyar el sitio y recuperarla, expulsando a los hispanos. Los soldados incaicos debían ganarle la delantera a los españoles.

La orden fue cumplida puntualmente. De noche, el resto de los guerreros incaicos, encabezados por su jefe, huyeron del campamento español. Un centinela observó el movimiento de las tropas y dio la alarma. Los españoles formaron y persiguieron a los peruanos, logrando apoderarse del Sumo Pontífice y de doce oficiales. Un tribunal de guerra los condenó, de inmediato, al suplicio, realizado al amanecer al pie de una roca.

Presenció la ejecución de su padre, el Huillac Urna, una hija de éste, una ñusta (princesa) de la dinastía de Huáscar, que era Joven y bellísima. Ella acordó, de inmediato, permanecer en el tamarugal y vengar la muerte de su padre en todo español que pasara por ahí, en viaje a o desde Chile. Para ese fin corrió tras el ejército y consiguió que Paullo Túpac le dejara un fuerte destacamento.

El sitio del Cuzco fue desbaratado por los españoles que realizaron con Almagro la expedición a Chile, y éste se estableció en esa ciudad, que pretendió fuera la capital de Nuevo Toledo. Pizarro se negó —con razón— .a tal demanda, y la discordia entre ambos conquistadores culminó en una guerra civil, en que Almagro perdió la vida, estrangulado por orden de Hernando Pizarro. Cesó también el levantamiento de Manco, terminando en esa forma el sueño de resucitar el imperio.

Pero cuando había cesado ya toda resistencia en el Perú, continuó oponiéndose a los españoles un último foco hostil en la Pampa del Tamarugal: era el encabezado por aquella ñusta, hija del Sumo Pontífice incaico. Todo español que caía en sus manos —y fueron muchísimos— era ultimado en la misma roca en que había perdido la vida su padre: así se lo había Jurado ella misma a Inti, el Dios Solar.

Entre tanto, los españoles habían comenzado a poblar Tarapacá, rica en minas de plata. La más famosa llegó a ser la de Huantajaya, cuya producción total parece haber alcanzado un valor doble que la de Chañarcillo. Allá trabajaba un joven minero, Vasco de Almeyda. Fue informado que .la pertenencia más rica, llamada Mina del Sol, había sido "tapada" por los indios antes que llegaran los españoles. Una noche, sin embargo, mientras dormía, se le acercó la Virgen del Carmen: le manifestó que esa fabulosa mina no se encontraba en aquel yacimiento, sino al interior y que fuera sin temor a buscarla, pues ella lo guiaría. Al día siguiente participó su revelación al capellán de Huantajaya, fray Antonio Rendón. Este le replicó de inmediato que era locura y pecado creer en un sueño y que todos sabían la suerte que corrían quienes se internaran en la Pampa del Tamarugal, donde La Tirana —como los españoles llamaban a la ñusta— ejercía un dominio absoluto.

Pero todo fue inútil. Nadie pudo contener al joven Vasco, y un buen día, premunido de una barreta, un combo y de algunos alimentos y agua, se dirigió por los áridos cerros de la Cordillera de la Costa al interior. Tal como se lo había anunciado fray Rendón, pronto fue hecho prisionero por los guerreros incaicos y conducido ante la ñusta.

Ocurrió, sin embargo, lo inesperado: la bellísima princesa se enamoró a primera vista del gallardo español, quien la cautivó con la absoluta seguridad de su comportamiento y su falta total y absoluta de temor. De inmediato, ella resolvió salvarle fa vida, y para ganar tiempo declaró a los oficiales que la rodeaban que Inti le había aparecido en la noche anterior, revelándole que el joven español caería en sus manos, pero que no lo ejecutara antes del próximo plenilunio.

En los días siguientes. Vasco conversó a menudo con la ñusta. Al encontrarse entre los objetos de su mochila el retrato de una mujer, ella estalló en

66

celos, que se agudizaron, cuando el español le reveló que se trataba de quien más amaba. Como se refería a la Virgen del Carmen, esto dio motivo para que Vasco le explicara lo que es el cristianismo, comenzando con la vida de la Madre de Dios y de su hijo Jesucristo, sus enseñanzas y el sacrificio de su vida para salvarnos a todos. La ñusta quedó profundamente impresionada: ella sólo había conocido en su vida la guerra y la muerte, primero con motivo de la invasión del Perú por el inca de Quito, Atahualpa, y luego con la de los españoles. Pero ahora llegaba a conocer una doctrina que colocaba el amor al prójimo por sobre todos los mandamientos divinos. Era la antítesis de su propia acción, destinada precisamente a la venganza y el aniquilamiento de todo español, sin excluir a quienes estaban libres de toda culpa. En el fondo, era ese mundo del amor el que ella misma anhelaba, pero que había considerado irrealizable.

Tan elocuente fue el joven español en su prédica, que la ñusta se emocionó profundamente y le pidió finalmente que la hiciera cristiana, a fin de poder contraer matrimonio con él, pues estaba resuelta a huir del holocausto que ella misma había creado, para llevar una vida más digna.

Convinieron en realizar el bautismo —simbólicamente, por cierto— el próximo plenilunio y huir esa misma noche para unir sus destinos.

Los oficiales incaicos, conformes en un principio con el veredicto que ella había pronunciado, comenzaron a recelar al enterarse de que su princesa estaba enamorada del español y que le profesaba una sincera amistad. Seguían, debido a ello, todos sus pasos. Y cuando Vasco de Almeyda se apartó con ella al tamarugal, en aquel plenilunio, colocando una rústica cruz sobre el tronco de uno de los robustos árboles e iniciaba el acto del bautismo, una lluvia de flechas cayó sobre ambos y terminó con sus vidas.

Entre tanto, los españoles consideraron oprobiosa para su dominio la situación existente en aquel bosque. Despacharon un fuerte destacamento de tropas por mar desde el Callao a Iquique, que comprendía infantería, caballería y artillería. Al pasar por Huantajaya, fray Antonio Rendón, anheloso de conocer la suerte de su amigo Vasco de Almeyda, se les agregó, y al día siguiente, de madrugada, se dejaron caer sobre el campamento incaico. No hubo resistencia, pues los guerreros habían abandonado el lugar, dispersándose. Fray Rendón descubrió, sin embargo, el sitio en que se había efectuado el bautismo: vio la cruz, observó la actitud humilde de la ñusta, que todavía estaba de rodillas frente al español, y declaró que la Virgen del Carmen había realizado un milagro más, transformando en cristiana a La Tirana, y desbaratando el último reducto de resistencia que existía en todo el imperio incaico, sin que hubieran ocurrido bajas de ninguna especie.

Por tal motivo, se comprometió en ese mismo instante a levantar en el lugar un santuario que recordara eternamente esa intervención divina en nuestra tierra. Y así lo hizo, y desde entonces se celebra todos los años, el 16 de julio, el día de Nuestra Señora del Carmen en aquel sitio, conocido con el nombre de La Tirana.

Como se ve, una leyenda bellísima, profunda, conmovedora, tan lógica, que parece simple historia: es, sin embargo, leyenda. Y eso por una razón muy sencilla: porque todo lo relatado es, en realidad, pura y verdadera historia, menos la intervención de los dos protagonistas principales, la ñusta y Vasco de Almeyda. Y como falta ella, tampoco hay noticia documental alguna de la existencia del foco de resistencia en La Tirana.

Pero quizás sea demasiado aventurada tal afirmación. No cabe duda que en documentos no aparecen esos personajes ni ese centro vengativo. ¿Pero es tan completa nuestra información documental, para poder negar así rotundamente la veracidad de la leyenda?

Veamos, en primer lugar, el ambiente netamente geográfico. A 25 kilómetros al sur de La Tirana, sobre el borde austral del salar de Pintados, se elevan los cerros de este nombre. En ellos existe el cuadro mural más grande del mundo: mide 6 kilómetros de largo y forma una faja de 100 a 200 metros de ancho en la falda de los cerros. No cubre su parte inferior, sino la superior, a fin de ser contemplado desde la distancia. Cuando lo alumbra el sol matinal, sus colores relucían antiguamente en brillantes destellos, y se le contemplaba desde La Tirana y otros lugares vecinos. Representa ornamentos chincha-atacamas y ha sido colocado allá cuando esa cultura se encontraba en su apogeo, es decir, entre 1100 y 1350 de nuestra era. A 13 kms. al suroriente de La Tirana existe el caserío de La Huayca. Su nombre se refiere en quechua al ataque de un grupo más poderoso a otro más débil. Curiosamente, los españoles han transformado este topónimo en otro similar: Huaycazo, que corresponde a un caserío vecino. ¿Se refieren estos topónimos al ataque español que terminó con el foco de resistencia, o a este mismo cuando dominaba allá la Ñusta?

Pues bien, Fernández de Oviedo, historiador español contemporáneo y amigo de don Diego de Almagro, si bien no menciona ni a la Ñusta ni a Vasco de Almeyda, informa que cuando Almagro llegó a la zona de Pica encontró "muchas armas y ropa de españoles que habían muerto, y con muchas lágrimas el adelantado los hizo enterrar. Cosa de mucha lástima y compasión sería oír las crueldades que ensayaron los indios en las muertes que les dieron, pues tenían los cuerpos despedazados y los sesos sembrados en las paredes, y con su sangre pintadas sus bellaquerías". Estos españoles pertenecían a un refuerzo que se dirigió por Tarapacá a Chile, para reunirse allá con don Diego. Su capitán era don Ruy Díaz. Tal información hace verosímil que don Diego haya mandado castigar a los indios por tales desmanes.

Como se ve, el gran cuadro mural de Pintados (lugar que, a igual que el salar, recibió su nombre por esa obra) indica que en la zona existía un centro prehispano de relativa importancia, al que estaba destinado: hay dos topónimos que se refieren a matanzas; y hay una información documental —la de Fernández de Oviedo— que se refiere expresamente a una de ellas. Estos cuatro antecedentes transmiten sin duda cierta verosimilitud a la leyenda, aun cuando la correlación de los hechos pueda parecer un poco rebuscada. Don Ramón Menéndez Pidal ha establecido el fondo histórico de muchos romances españoles, que parecen más inverosímiles aún que la tradición de La Tirana. Pero es también posible que se hayan incluido en la leyenda partes de otra procedencia, como ocurre igualmente en los romances.

Sea como fuere, el hecho es que aquel santuario se ha transformado en el principal del Norte Grande, en cuyas fiestas se reúnen en la Pampa del Tamarugal más de 20.000 peregrinos.

Como en el santuario de La Virgen de Las Peñas, de Arica, también acá la parte principal de la fiesta anual —que dura una semana, o más— son los bailes tradicionales, que alcanzan justamente en La Tirana su mayor esplendor.

No es éste el lugar para analizarlos en detalle, pero sea permitido expresar que no se encuentran en un estado estereotipo, como los de muchas partes de Europa, sino que se les renueva constantemente con nuevos elementos coreográficos. Esto revela que tanto la creación de leyendas como la de bailes religiosos se encuentra todavía en un estado activo y que representan, por consiguiente, auténticas expresiones del genio popular.

Se explica así también que el contenido de los bailes haya ido variando con el desarrollo socio-económico. En un principio (época española) estaban a cargo de cofradías (compañías) formadas por pastores (llameros) del altiplano, campesinos de la Precordillera y de los canchones de la Pampa del Tamarugal —de raigambre predominantemente indígena— y por mineros, que eran en gran parte negros (morenos). Los indígenas conocían bailes religiosos ya antes de la llegada de los españoles (se encuentran descritos, por ejemplo, en los Comentarios Reales de Garcilaso de la Vega). Los negros les agregaron danzas y cantos africanos. Se unió con ellos el acervo de bailes religiosos españoles, muy populares sobre todo en Andalucía (Semana Santa de Sevilla). Fueron al parecer los jesuitas quienes organizaron las fiestas religiosas con esos bailes, pero dándoles un sentido rigurosamente cristiano. No se les incorporó al culto, sino que se les admitió como una ofrenda ofrecida a la Virgen a las puertas de la iglesia y entrando en su edificio únicamente para la ceremonia de la salutación y despedida. La participación de los jesuitas está comprobada en la región, pues fueron ellos quienes disfrutaban del monopolio para elaborar en la Pampa del Tamarugal los fuegos artificiales, en que empleaban el salitre, el carbón de los tamarugos y el azufre de los volcanes, es decir, materias primas regionales. Y debe recordarse que esos fuegos artificiales constituían —y siguen formando— una parte importante de esas fiestas religiosas.

No cabe duda que los bailes ya se celebraban en el siglo XVI en La Tirana. Aun cuando faltan documentos que lo comprueben, uno de los bailes, conservado hasta la actualidad, representa una prueba más elocuente que el mejor documento. Aparecen el Rey Cristiano y el Rey Moro con gran acompañamiento. Apenas intercambian algunas palabras, aquél mata a éste, y su cadáver es rodeado por todos los diablos (peregrinos disfrazados como tales, que participan en las danzas a modo de graciosos y ordenadores), quienes estallan en vivas demostraciones de satisfacción por haber logrado una víctima más para el infierno. Ocurre, sin embargo, que el Rey Moro resucita de la muerte y se declara cristiano. Los diablos se retiran entonces llenos de ira y avergonzados. Esta escena es obvio que sólo puede haber sido introducida cuando llegaron los españoles a la región, pues evoca vivamente la reconquista. Todos los participantes constituyen figuras europeas, incluso los diablos, representados con los atavíos medievales (en la cultura incaica —y la mapuche— se conocía el principio del mal, encarnado en el supayo y el calcu, respectivamente, pero se les imaginaba como brujos, no como diablos).

Es indudable que antiguamente el elemento Indígena constituía una parte importante en esos bailes, pero ello ha ido disminuyendo a medida que ha avanzado la transculturación por la cultura occidental. Hoy día sólo los bailes de los llameros (y llameras) tienen tal carácter. Mineros propiamente tales ya casi no existen, y los trajes típicos que antes los caracterizaban, han desaparecido. Los obreros de las salitreras ya no usan tales trajes, y en Tarapacá funciona actualmente una sola salitrera, la de Victoria. Hay, sin embargo, numerosas compañías de danzantes formadas por obreros de esa salitrera, que han inventado nuevos trajes, ideados por su fantasía. Los morenos siguen formando cofradías, a pesar de no existir ya elementos raciales negros en la región (los participantes se pintan a veces las caras para simular negros). Los principales participantes provienen actualmente de las ciudades, sobre todo de Iquique, donde ya no se usan trajes como antes. Sus modelos han sido tomados de los chinos, de los huasos chilenos de la región central del país e incluso de los indígenas norteamericanos (copiando el atavío de las películas).

Cada una de las compañías tiene una imagen da la Virgen del Carmen, con gran bandera nacional, y su propia banda instrumental.

La impresión que dejan las representaciones de unas 80 compañías que suelen bailar simultáneamente, es muy viva, sobre todo las nocturnas, que suelen durar hasta la medianoche. Pablo Garrido las describe así: "Es fiesta de color y alborozo ver los bailes desfilar en procesión, pero es la noche la que da mayor relieve a sus ritmos. Cohetes, petardos, fuegos de artificio se unen al bullicio de miles de romeros entregados a sus cánticos y a sus danzas. Fogatas inmensas en las cuatro esquinas de la plaza agregan hechizo a la escena. Pero es el ritmo obstinado lo que domina la escena. Cien tambores y bombos palpitando a su libre albedrío, señalan a cada baile, a cada agrupación, su personal e inmutable ritmo. Suenan pífanos, flautas o pusas, pero domina el ritmo: ese ritmo de la eternidad, que gobierna astros, distribuyen el día y la noche y que limita la vida y la muerte.

"¡Cómo fascina el ritmo de estos bailes! Crecen desde el fondo de la tierra y esparcen sus ramas y follajes tremolantes con acento de leyes ceñidas y fatales. Hay también arrobamiento y seducción en ellos. Hay el llamado interior de lo desconocido. Cada nuevo golpe del tambor es evocación que florece."

"Avanza el ritual, avanza la noche. El ritmo se hace más intenso. La devoción llega al paroxismo. Todo baila en derredor nuestro. Los mismos cimientos de la vetusta iglesia parecen vibrar en fervor. Se filtra el ritmo por la epidermis. Enmudecen hombres y mujeres. No caben idiomas en estos instantes de comunión con el infinito. El fervor rítmico traspasa los umbrales de lo humano. Estamos frente a frente a lo divino".